Introducción: cuando la pobreza se vuelve delito
En América Latina, la política de drogas ha servido muchas veces como una herramienta de control social. Bajo el discurso de “seguridad” y “combate al narcotráfico”, millones de personas en situación de pobreza han sido encarceladas, violentadas y marginadas. Entre las sustancias perseguidas, el cannabis destaca como uno de los principales motivos de criminalización. Pero, ¿por qué los más pobres pagan el precio más alto?
Prohibicionismo y desigualdad estructural
Las leyes de drogas no se aplican igual para todos. Aunque el consumo de cannabis está presente en todos los niveles sociales, son las personas pobres —y especialmente negras, indígenas y periféricas— las que sufren la mayor represión. Esto se debe a varios factores:
- Mayor presencia policial en barrios marginalizados
- Falta de acceso a defensas legales eficaces
- Prejuicios racistas y clasistas en el sistema judicial
- Uso del encarcelamiento como forma de control poblacional
Así, la pobreza se convierte en un criterio invisible pero real a la hora de definir quién va a prisión.
La prisión como destino de los excluidos
En muchos países de la región, las cárceles están llenas de jóvenes pobres detenidos por portar pequeñas cantidades de cannabis o por participar en economías informales ligadas al cultivo y distribución. Estas personas no son “narcos”, sino víctimas de la falta de oportunidades, del abandono estatal y de una guerra contra las drogas que nunca fue contra las drogas, sino contra los pobres.
Cannabis como sustento económico informal
Para muchas familias en zonas rurales o urbanas empobrecidas, el cannabis ha sido una fuente de ingreso frente a la precariedad laboral. Sin embargo, en lugar de reconocer este esfuerzo como parte de una economía popular resiliente, el Estado responde con persecución. Con la legalización, el riesgo es que estas personas queden fuera del mercado formal, mientras empresas con capital acceden a los beneficios.
Descriminalizar no es suficiente: hay que incluir
Una política justa de cannabis debe ir más allá de la descriminalización. Es necesario garantizar:
- Amnistía para personas presas por delitos menores relacionados con cannabis
- Programas de reinserción social y laboral
- Acceso preferente a licencias para comunidades afectadas por la prohibición
- Capacitación, crédito y apoyo técnico para pequeños productores
- Regulación que priorice el autocultivo y los modelos comunitarios
De lo contrario, la legalización se convierte en otro instrumento de exclusión.
Estigmas y barreras sociales persistentes
Incluso cuando el cannabis se vuelve legal, las personas pobres siguen enfrentando barreras:
- Dificultades para acceder a información confiable sobre derechos y procesos legales
- Discriminación en el acceso a empleo, salud y educación por antecedentes penales
- Estigmatización social por parte de instituciones públicas y privadas
- Invisibilización en los debates sobre políticas de drogas
El cambio de ley no basta si no cambia también la mirada de la sociedad.
Construir una política desde abajo
Las organizaciones de base, colectivos barriales, movimientos de usuarios y redes comunitarias han sido clave para sostener la vida en contextos de pobreza. Estas experiencias deben ser reconocidas y fortalecidas en cualquier política canábica que se pretenda justa. No se trata solo de permitir el uso, sino de reparar el daño causado y redistribuir los beneficios de la legalización.
Conclusión: justicia social o simulacro de reforma
La descriminalización del cannabis no puede ser una excusa para crear un mercado exclusivo para los privilegiados. Si no se enfrenta de forma directa la relación entre pobreza y criminalización, la política de drogas seguirá siendo una máquina de exclusión. Legalizar sin justicia es solo maquillaje. Lo urgente es construir un nuevo modelo que ponga la vida digna en el centro, reconociendo el derecho de todos y todas —sin importar su clase— a vivir sin miedo, sin cárcel y con oportunidades reales.